El sonido es difuso, algo entre la caída de una copa a medio llenar y la agónica respiración del moribundo. Si cierras los ojos y escuchas, oirás claro como ese nudo se desata y la cadena se rompe. Parece que algo nuestro de quiebra como si nos faltará un pedacito que no sabemos de donde es o como lo perdimos. Nos hacemos tontas, decidimos que no se pueden romper las relaciones así, con un suspiro o más bien con un ahogo y luego la vida sigue como si nada. El corazón nos avisa, la piel avisa, la somatización violenta e inconsciente de la perdida, el preludio mudo de una muerte anunciada y de un pronto corazón roto.
El corazón sabe y la cabeza procesa, decanta las ideas y tropiezas con la barrera racional de que las sensaciones o vibraciones no se conectan a un nivel diferente, que los lazos no se rompen sin mediar palabras y que más vale esperar que sea un mal sueño. Pero no fue sueño, no estás dormido cuando eso pasa, estas despierto y conectado al universo a un nivel primario, la negación racional de aquello que nos desconcierta o en este caso nos desconsuela.
Mientras escribo se me agolpan las ideas y se destraban los murmullos, los sonidos, las hipótesis sentidas y obviadas, la ausencia aparece y siento la necesidad de decirte adiós antes de verte, de respirarte, antes de sentirte y confiar en que no ha pasado nada. Ya te fuiste ahora sólo me queda despedirme de tu fantasma o más bien de tu ser difuso que aún no sabe, que se ha ido.
A lo mejor cuando una decisión se fija en nuestro cuerpo, cabeza y corazón, esta decisión toma forma y vida propia. Quizá esa decisión es honesta y respetuosa. Quizá esa decisión es justa y considera que avisarnos es de buena crianza.